En la Linea de Largada: Juan Varga y Ricardo Gomez

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Un cuento desde Argentina escrito por Juan Varga y Ricardo Gómez

Juan Varga


Ricardo Gomez

En la Linea de Largada


El joven sentado en el banco de madera podía verse reflejado en el enorme espejo frente suyo. La imagen era la de un hombre cansado, extenuado por el exigente ejercicio de precalentamiento muscular. Notó que su cabello lo estaba abandonando poco a poco, sin previo aviso. Sin prisa, pero sin pausa. Las demás personas iban y venían por el salón como si fuera parte de una coreografía bien estudiada. Todos moviéndose, haciendo que sus músculos se tonifiquen y estén a punto para las distintas competencias. El atleta secó el sudor de su frente con una toalla. El logo que la adornaba era el mismo que lucía en su pantalón y en su musculosa. No usaba más prendas para competir, quizás solo por eso su equipo no había podido agregar más publicidad. Eso le incomodaba, aunque era conciente de que era precisamente esa publicidad la que le permitía estar ahora tan lejos de su casa, tan apartado de todo. Miró su reloj. Ya faltaban pocos minutos para su turno. Esta vez lo haría mejor que nunca. Su determinación era absoluta, la única opción era la medalla de oro, como casi siempre lo había intentado a lo largo de su carrera deportiva. Por el pasillo del vestuario y acercándose a paso acelerado, su representante le hacía señas con la mano indicándole que se levantara.

– ¡Maxi, vamos, ya va a empezar!- Le decía a viva voz-

La respuesta no se hizo esperar, fue automática, a tal punto que el viejo entrenador se vio sorprendido y súbitamente forzado a dar media vuelta y proseguir su camino en sentido contrario, abrazado por el joven atleta que rebosaba de entusiasmo y osadía.

– ¡Vamos, ya estoy listo! La toalla media húmeda y media seca hizo un sigzagueante recorrido por el aire y descendió hasta el piso, quedando acomodada en un costado del pasillo, con el logo hacia arriba. Un gimnasta que andaba por ahí, al ver la escena de lo que se asemeja a un tornado exclamó: “¡Oh, miren eso, señal de buena suerte!” Cada competidor tiene su cábala; un lanza jabalinas llevaba en su muñeca una cinta de color rojo. El lanzador de martillos tenía un tatuaje en el hombro derecho con la imagen quien sabe si de su madre, su novia o de la virgen María. La nigeriana maratonista tenía un pequeño trozo de marfil que le colgaba en el cuello y cada tanto lo apretaba fuertemente con su mano a la vez que cerraba sus ojos y miraba al cielo.

Mientras se dirigía a la línea de partida intercambió buenos deseos con sus compañeros. Sabía que no todos eran sinceros, incluso sus propios deseos hacia otros competidores, pero así había sido desde siempre. A medida que se acercaba al campo de deportes su corazón empezaba a darse cuenta de lo que le esperaba. Los latidos se incrementaban paulatinamente a medida que estaba más y más cerca de la línea de largada. Su paso se fue haciendo más lento, la velocidad con la que se acercaba a la línea se fue reduciendo hasta detenerse casi por completo. A su alrededor la gente parecía moverse en un tiempo y un plano diferente. Parecían ser más veloces, iban y venían sin un rumbo aparente. No debería haber tirado la toalla, la necesitaba. Siempre lo mismo, lo más difícil era llegar a la línea pintada de blanco, pararse sobre ella y ubicar su cuerpo en la posición de partida. Los recuerdos, los malos recuerdos, parecían haberse obsesionado con ese momento puntual de su vida, y solo ese. Lo atormentaban siempre que llegaba a ese preciso instante en su carrera. Sabía que era solo su imaginación, pero odiaba llegar a la línea y encontrar allí a su padre, aunque ello fuera imposible.

Su padre había fallecido el mismo día en que el corredor debutaba con su primera carrera. Un paro cardíaco sorprendió a toda la familia y desde ese entonces, aunque siguió perseverando para lograr su sueño de la medalla de oro, la línea de largada para Maxi representó siempre una barrera emocional enorme y muy difícil de superar. Justo ahí, momentos antes del disparo que daba inicio a la carrera, su respiración se convertía en una especie de jadeo entrecortado y su cara se transformaba; asemejándose a la de aquella famosa obra de arte “El Grito”, y sus fuertes, rápidas y potentes piernas experimentaban un ligero temblor imposible de controlar. Su padre, una vez más se estaba haciendo presente en aquel lugar, como queriéndole decir algo o quizá como un fantasma que sólo está ahí para atormentarlo. Parecía que el tiempo se había detenido. El gestual grito silencioso del atleta pasaba desapercibido entre la muchedumbre entusiasta del deporte. Una fuerte voz resonó en el interior de su cabeza: “¡Eres un inútil! ¡No sirves para nada! ¡Salí de acá! ¡Desaparecé de mi vista!”

Tuvo que sentarse nuevamente para recobrar el aliento, ante la mirada despreocupada de quienes se dirigían sin complejos aparentes hacia la línea de largada. Desde el banco de madera podía mirar a las personas en el estadio. Todas parecían estar en otro mundo, ajenas por completo a los pensamientos del joven atleta. Bebían, comían, dialogaban, todo lo opuesto a lo que ellos, los deportistas, vivían a diario, y mucho menos él. ¿Cuánto hacía que no tomaba una cerveza, o se comía un abundante asado regado de un buen vino? No lo recordaba, le parecía que nunca había comido esas cosas. Su padre se había encargado de que llevara una vida completamente dedicada a correr. Nunca pareció importarle ninguna otra cosa, solo eso. Pero para conseguirlo lo había hundido en un mundo de responsabilidades en el cual el joven se había ahogado en más de una ocasión. Ya faltaba poco para el inicio de la competencia. Y a medida que avanzaba el reloj su corazón parecía golpear con más fuerza. Debía cumplir con su responsabilidad, tenía que ir hacia la línea de largada.

Levantó su vista y en posición de cuclillas, con las manos en el césped, la misma vestimenta deportiva, la cabeza inclinada con dirección hacia él, vio nuevamente a su padre, pero esta vez, las voces que anteriormente le recriminaban, ahora eran muy diferentes. Con el despertar de un sentimiento de amor indescriptible, cuya energía fluía desde aquella imagen hacía el centro de su corazón, la voz resonante en su cabeza le decía: “Es hora de correr… hijo… pero ya no por mi… ni por nadie… hacelo por vos… esa medalla te está esperando… me siento muy orgulloso de vos” Sus amigos de equipo le habían aconsejado varias veces acudir a un psicólogo o psiquiatra, pero él siempre se había resistido. ¿Qué tenía de malo tener visiones y escuchar voces cuando uno se está aproximando a la línea de largada? Definitivamente en el fondo de su ser, Maxi sabía que era un asunto que solo él podría resolver. El único inconveniente era poder controlar las manifestaciones físicas que eran producto de su bronca y su amor hacia su padre, las cuales lo desconcertaban y le quitaban energía, tan necesaria para salir primero en la carrera.

“Los temores se deben enfrentar para ser vencidos” solía decir su padre. Y era cierto, nada de mentira había en esa frase célebre. Pero también era cierto que era fácil decirlo para que el otro lo haga, se complicaba a la hora de ponerlo él en práctica. Su mente se enturbiaba cada vez más. Los recuerdos recurrentes hacían fila para acobardarlo. Sabía que la aparente dulzura de su padre era momentánea, tan duradera como una tormenta de verano, y casi con las mismas consecuencias. Todavía sentía el peso que había depositado sobre sus hombros las recriminaciones de su padre por no haber llenado sus expectativas. Las eternas discusiones de su madre tratando de protegerlo y excusarlo. Pero nada pudo convencer a su padre de que él entregaba todo lo que tenía. Mientras se ponía nuevamente de pie recordó, casi volvió a vivir, la última discusión, la última batalla de palabras. Las mismas reprimendas, las mismas lágrimas, el mismo peso, pero una respuesta distinta de parte de Maxi; osada, quizás, pero definitoria y aplastante.

–Fuiste toda la vida un fracasado –le había espetado el joven a la cara sorprendida de su padre– y querés que yo triunfe por vos.

Fracaso que una y otra vez Maxi sin querer reproducía y repetía en su carrera deportiva, y en otros aspectos de su vida. De ahí que se produjeran esos ataques de bronca y reproches sin fin. Ni hablar de las tantas relaciones amorosas que terminaban en un segundo, tercer o último lugar, pero jamás lograba ese “primer puesto”. Con todo, el atleta no se había percatado aún de lo que estaba ocurriendo. El universo entero con todos sus mundos paralelos estaba conspirando para una pronta reparación y reconciliación entre las partes. La relación padre-hijo es fundamental y determinante en la vida de todo ser humano. Maxi no era la excepción y ahí estaba, a pasos de la línea de largada. Tal vez necesitaba un pequeño empujón y quien mejor que su representante y viejo entrenador, Joaquín Tabarez, que sin titubear le increpa con las siguientes palabras, al mismo tiempo que mueve las manos delante de los ojos del joven: “¿Hey, en qué línea estás muchacho, cuánto te falta para atravesar la línea de llegada? ¡Vamos hombre! Aquí estoy esperándote… tu veterano mentor y amigo… “

El joven lo miró sin pestañar. Ojala supiera donde estaba parado. Ajeno por completo a las causalidades universales, Maxi solo era conciente de una cosa: tenía que superar ese miedo cueste lo que cueste. Dejó de mirar a su entrenador, cerró los ojos y trató de imaginarse en otro sitio, como un amigo le había enseñado. Se imaginó en una playa solitaria, con arenas blancas y limpias. “No es Argentina” ironizó con su último vestigio de razón antes de adentrarse en el mundo de la imaginación. Finalmente se encontró parado en esas arenas frente al mar. El mar parecía querer acariciarlo suavemente, casi como una madre, y la brisa salada lo rodeaba por completo. Sus pies quisieron hacer contacto con el agua, y fueron a su encuentro. No estaba fría, más bien cálida, tranquilizante. El mar se alejaba y luego volvía, en un baile eterno. En cada regreso del mar sus pies se hundían en la arena un poco más. Eso lo tranquilizaba como nada en el mundo. Si bien para muchos esa técnica solo lograba separarlo de sus verdaderos problemas, para Maxi daba el resultado buscado. Llenó sus pulmones con el aire salitroso hasta donde pudo, y luego exhaló lentamente. Mucho mejor.

Joaquín lo agarró firmemente de un brazo y acercándose al oído, le susurró una canción motivadora y deportiva que a Maxi le encantaba escuchar. La combinación de la técnica imaginativa del mar más el recurso desesperado del entrenador produjeron un efecto relajante y colmó de paz la mente del atleta. Su rostro dejaba de ser “un grito” y poco a poco empezó a parecerse más bien al cuadro de “la Gioconda”, los temblores en sus piernas cesaron y con paso firme se dirigió a la línea pintada de cal. Los demás corredores y otros deportistas cercanos dirigieron una mirada fugitiva hacia la dupla entrenador-atleta preguntándose si por acaso hubiera alguna providencia especial para tan extraña pareja. Una espesa montaña de nubes blanquecinas, cargadas de relampagueante electricidad y amenazantes de inminente tormenta se acercaba velozmente al estadio, desde el lado opuesto a la dirección que encaraban los corredores, quienes impávidos y enfocados en lo suyo elongaban y precalentaban en la línea de largada. Los fantasmas del pasado y las voces que representaban la caótica relación de amor y odio entre el joven y su padre aparentemente se habían esfumado.

No quería salir de ese lugar, de haber podido, se hubiera quedado allí por siempre. Pero sabía que el tiempo seguía su curso sin preocuparse en absoluto por su situación. Abrió los brazos para recoger todo el aire posible. La cálida brisa llenó sus pulmones una vez más. Abrió los ojos para ver frente a él un enorme y azul mar que se extendía hacia el infinito. Notó una presencia a su lado. No hizo falta girar la cabeza para reconocer a su padre. Por primera vez desde que utilizaba esa técnica su padre se hacía presente. No lo miró, ya que percibió que su padre también miraba hacia la profundidad del mar. En ese instante se hizo una conexión entre ambos que nunca había existido. El cálido aire salado los envolvió en un abrazo húmedo y enternecedor. Maxi comprendió casi de inmediato el profundo dolor por el que su progenitor había pasado. Haber escapado de una nación en guerra desde muy pequeño lo había marcado para siempre. El joven pudo ver con sus propios ojos el horror del que ese niño había sido testigo. Un horror indescriptible, impensado. Las lágrimas de ambos se confundieron con el mar, formaron parte de el.

Mientras tanto el cielo se oscurecía y las gotas empezaron a caer sobre el estadio, los refucilos parecían electrificar e iluminar intermitentemente a los gigantes reflectores. Un viento huracanado hacía que banderas, gorros y toallas volaran y danzaran por encima de los atletas y entre la gente ubicada en las tribunas. La lluvia se precipitó con más intensidad hasta el punto de empapar en pocos minutos las vestimentas de todos los presentes. El encargado de hacer el disparo para la largada miraba su cronómetro perfectamente sincronizado con la de los jueces que esperaban en la línea de llegada. Maxi se alineó con el resto de los corredores y se puso en la posición requerida. El conteo regresivo fue en voz alta, aunque era difícil de escuchar debido a los truenos y los estridentes relámpagos… 9… 8… 7… 6… 5… 4… 3… 2… 1… La estampida fue más fuerte de lo que cualquiera pudiera imaginar. Se iluminó todo el estadio de repente y el lugar en donde Maxi estaba de cuclillas con las manos en el suelo se convirtió en un círculo de césped quemado y humeante. Desde ese momento, nadie se acuerda de Maxi, pero todos los atletas conmemoran cada año aquel histórico día en que “el rayo cayó en la línea de largada”.

Juan Varga

Ricardo Gomez


 

 
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