Maratón de anécdotas

Jamás imaginó Filípides, el soldado ateniense que inspiró la creación de la Maratón, que su acto de heroicidad arrancaría una cadena desenfrenada de absurdos. Marca una bisagra ineludible en la historia del atletismo su largo traqueteo en el 490 antes de Cristo para anunciar la victoria ateniense sobre los persas en la batalla de Maratón. Atravesó 250 kilómetros en dos días y, al llegar a Atenas, cayó muerto por la fatiga y el cansancio. Son piedras fundamentales en la edificación de una obra monumental: los Juegos Olímpicos.
Cada escala vislumbra un contexto diferente, una ruta nueva, una ciudad que se despide entre lágrimas y otra que florece de orgullo cuatro años después. Tuvieron que transcurrir casi dos milenios y medio para que se cristalizara el tributo a Filípides. Toda Grecia albergaba sueños mayúsculos para inaugurar los primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna en Atenas 1896.

Entre tanto bramido rebosante, se esperaba con particular ansiedad el punto primordial del torneo ecuménico: los 42,195 kilómetros de la Maratón. Se habían anotado diecisiete participantes, de los cuales quince eran griegos. Fluía una expectativa gigantesca. Casi en silencio, casi como pidiendo permiso el local Spiridon Louis logró la victoria ante el deleite de los espectadores que se congregaron en el estadio olímpico. ¿Porqué tanta humildad se desprendía de Louis? Simplemente porque se trataba de un hombre con dos profesiones, panadero y vendedor de agua, y una pasión, el atletismo. ¡Y vaya si fue consecuente con su ideología! No se le cayó su integridad por rechazar ofertas, regalos e invitaciones de todo tipo tras la medalla dorada. Sólo aceptó un carrito y un caballo.

Ya en París 1900, el caos fue una característica común de los II Juegos Olímpicos. Puesto que fueron diseñados como un adicional a la Exposición Universal de la capital francesa. Incluso, el desconcierto alcanzó proporciones inconcebibles: hubo algunos deportistas que nunca supieron que habían intervenido en los Juegos Olímpicos. Pero los corredores de la Maratón, esta vez, no sufrieron ningún tipo de trastorno. O casi ninguno. Salvo que los maratonistas debieron realizar su recorrido por… ¡las calles secundarias de la Ciudad Luz! Sin embargo, no resultaron los únicos perjudicados. Los saltadores de vallas se encontraron con que uno de los obstáculos en la competencia era un muro de piedra y los nadadores, en vez de bañarse en una confortable pileta, se enfrentaron con las traicioneras corrientes del río Sena.

Al igual que en París, en San Luis, Estados Unidos, en 1904 los Juegos Olímpicos también pasaron a segundo plano. Fueron eclipsados por la celebración de la Feria Mundial. Aquí vale la pena hacer un paréntesis más que necesario. Es que la picardía se manifestó como el eje central en los primeros Juegos efectuados en el continente americano. En la Maratón, el toque de originalidad lo dio el estadounidense Fred Lorz, quien se lució con una anécdota extraordinaria. Luego de desertar, Lorz creó un método infalible para coronarse con la presea de oro. Completó el resto de la prueba madre del atletismo, o sea casi la mitad del trayecto, en automóvil. ¡Sí!, ¡En automóvil!

Lo más insólito fue que, cuando se reincorporó tras bajar del auto, la gente creyó que era el que lideraba y vitoreó a Lorz por largos minutos. El descarado Fred siguió adelante, cruzó radiante la meta y no puso reparo alguno en fotografiarse como el triunfador. Afortunadamente, consiguieron desenmascararlo y lo sancionaron de manera ejemplar.

En el rincón reservado para las grandes gestas olímpicas siempre hay un sitio para los argentinos. En este caso, las increíbles andanzas del maratonista rosarino Juan Carlos Zabala adornan una porción trascendente de la vitrina gloriosa del olimpismo nacional. Para los Juegos de Los Ángeles 1932, “El Ñandú criollo” (así lo apodaron) no alcanzaba el límite de edad para participar en la Maratón olímpica. Sólo contaba con diecinueve años. Entonces, apeló a la generosísima ayuda del Presidente de la Nación de aquel entonces, Agustín P. Justo, para que le falsificara el documento. El primer mandatario le otorgó, sin perder mucho tiempo, un flamante documento con la edad mínima reglamentaria para correr en Estados Unidos. Zabala se mostraba muy seguro de adjudicarse el máximo lugar en el podio. Tanta confianza se tenía que le pidió a su compañero, el nadador Alberto Zorrilla que le apostara los únicos quinientos dólares que dormían en su bolsillo, porque así se vería obligado a ganar o volver a pie a la Argentina. Una u otra.

El gran día fue el siete de agosto de 1932. La temperatura sofocante acompañaba los pasos del “Ñandú”. Allí lanzó otra de sus frases ilustres: “Gano la Maratón o me recoge una ambulancia”. Durante treinta kilómetros el argentino se mantuvo a la vanguardia del pelotón. Por ahí, el mexicano Margarito Baños o el finlandés Toivonen le raspaban los tobillos. A falta de cuatro kilómetros se apartó de sus rivales más preponderantes e ingresó primero en la pista del Coliseum. Ochenta mil personas advirtieron cómo el británico Sam Ferris intentaba superar a Zabala con sus energías finales. Pero nada pudo impedir el puño cerrado del atleta nacional. Los 152 centímetros del argentino se subieron al pico más superlativo. Clavó el récord mundial en la especialidad con 2 horas, 31 minutos y 36 segundos.

Cuentan que cuando traspuso la meta el boxeador Carmelo Robledo, excitado por la magnífica conquista que sus ojos habían contemplado, le lanzó una bandera argentina con un caño de metal de mástil. Y vaya si tuvo puntería: el mástil cayó sobre la cabeza del “Ñandú” tumbándolo. Es decir, lo que no obtuvieron sus competidores, ni los 42 kilómetros de la Maratón lo logró un festejo. Eso sí: el que desembolsó, y con creces, fue el nadador Zorrilla. Si habrán rendido aquellos quinientos dólares de la apuesta…Pagaron veinte a uno. En fin: Zabala cumplió con su promesa, se llevó el primer oro olímpico para el atletismo de Argentina pero como souvenir le regalaron un chichón impresionante. Gajes del oficio, que le dicen.

Desde una estrella titilante sonríe de reojo Filípides. Estalla en una carcajada infinita. Es que ni Mel Brooks hubiese ideado mejor las peripecias de la Maratón a lo largo del tiempo. Fred Lorz y Juan Carlos Zabala intercambian vivencias cada vez que el cielo límpido deja entrever el estadio olímpico de San Luis o el Coliseum de Los Ángeles. Es en ese instante cuando se enternecen los recuerdos. El alma de Spiridon Louis se corporiza cuando resplandece Atenas, la cuna del olimpismo. Y las sombras de las grandes hazañas se deslizan por los sinuosos caminos del azar.

 
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